Los olores de la convivencia

Publicado el viernes, 11 de junio de 2010

Llego a la puerta del patio después de trabajar y noto un ligero olor. Abro la puerta, husmeo en el buzón y casi me jugaría algo a que huele a pimientos. Mientras subo en el ascensor intento afinar el olfato y hasta descubro que la cebolla también está implicada en el asunto. Sostengo la bolsa de trabajo con la mano derecha y con la izquierda intento atinar en la cerradura. Y ahí está la solución: dejé un sofrito listo y sólo tengo que calentar. Me felicito por la gran idea que tuve anoche y saludo al perro de Paulov. Cruzo el umbral de la puerta y, desabrochando el nudo de la corbata, noto como de repente ya no cheira a nada. Se escucha un tremendo golpe seco: ¿es la puerta al cerrarse o mi gozo por una comida recién hecha esperándome?


Y es que así es la vida en soledad: la casa nunca huele a comida cuando no estás. Si haces un sofrito por la noche, sólo huele hasta que lo metes en un tupper. Nunca hay novias esperándote, ni madres, ni compañeros de piso. Y, sintiéndolo mucho, no parece que en este edificio sean muchos los que dedican un rato de su mañana a cocinar. Puedes tener todo planificado y comer de forma saludable, pero nunca llega el olor a alimentos en su punto.

En imagen, unos flanes se enfrían antes de entrar en la nevera. Evidentemente, retocados para darles un poquitín más de color, ¡que se parezcan a los de Royal! Y no, no dejo fotografiar mis postres de cocina creativa.

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