julio 2017

Patriotismo "a lo riquiño"

Publicado el domingo, 30 de julio de 2017

El mejor vino, un albariño o un godello o un ribeiro. El mejor marisco, de la ría. La mejor carne, la ternera gallega. El mejor queso, do país. Las mejores playas, la mejor empanada, el mejor pan, el mejor terraceo, la mejor catedral, la mejor fábrica de coches, el mejor clima, la mejor gente y hasta el mejor equipo del deporte de turno. Y así una lista sin fin de superlativos productos, sitios, situaciones o cualquier cuestión susceptible de incluir en una clasificación. Todo ello para demostrar que Galicia es siempre la mejor.

Pero entremos en materia, que es para lo que hemos llegado hasta aquí: el párrafo anterior no lo lee igual alguien gallego (o con un curso avanzado de galeguidade, como es mi caso), que alguien de más allá de Pedrafita o el Padornelo y que como mucho ha cursado primero de "#mariscobaratito". Algo que parece una perogrullada, pero sobre la que conviene reflexionar. Porque sí, queridos lectores, la percepción de la excelencia en Galicia tiene un fuerte componente de geolocalización y eso es algo que no he descubierto por mí mismo en estos casi nueve años en poniente.

Como todo planteamiento teórico que se precie, es necesario buscar un nombre que defina este amor exacerbado que profesan los gallegos a la tierra y sus productos. Un término que defina de manera contundente este idilio, pero sin que despierte recelos en el centro peninsular. Llamémosle, por ejemplo, patriotismo "a lo riquiño".

Este patriotismo "a lo riquiño" aflora cuando, después de comerse una paella cocinada por el mismísimo Quique Dacosta en Dénia, un gallego espeta un "está bien, pero chuliño, donde se ponga un arroz de marisco...". También surge cuando, prácticamente azul y tiritando espasmódicamente, sale de la playa de O Vao y dice "qué maravilla la temperatura del agua, no como en el Mediterráneo que parece caldo". Eso sin olvidar el jarro de agua fría que puede recibir alguien que acaba de volver de un concierto de primer nivel en una gran ciudad europea y se atreve a contarlo; lo más normal es que escuche un "para espectáculo, el de la Panorama en las fiestas de Coia".

En cada rincón de Galicia se siente un amor desorbitado por Galicia. Un idilio que, lejos de contenerse, crece más acusadamente en todos aquellos que forman la llamada quinta provincia, la forma cariñosa con la que se conoce a Buenos Aires y, casi por extensión, a la populosa diáspora gallega. Es algo que se percibe cuando hablas con algún gallego que vive en el exterior y que notas en los lagrimones que le caen de los ojos cuando comen una ración de pulpo aquí.

No será mi voluntad contravenir este patriotismo "a lo riquiño" y mucho menos en una semana en la que la galeguidade está tan presente. Es algo que no se puede permitir el mejor blog de un valenciano en Galicia.

En imagen, unos veleros disfrutan de la ría de Vigo, posiblemente camino de las Cíes y con un espléndido día de verano. Lo que vendríamos llamando un triple "lo mejor".

La ley de las décadas

Publicado el domingo, 2 de julio de 2017

Pongamos por caso que hace algún tiempo decidí que, una vez por década, haría un gran viaje. Uno de esos en los que hasta facturas una maleta. Uno en el que tienes que poner la lavadora en algún lugar lejano porque no tienes tanta ropa. Uno con cambio horario de los buenos. Uno a un destino que aparece en una camiseta de Pull&Bear. Uno en el que recrear algo que has visto en una película. Vamos, un viaje de esos de folleto de agencia de viajes, a lo grande.

Supongo que el primer gran viaje al uso fue el de mi luna de miel, un road trip entre California, Arizona, Utah y Nevada. Con 30 años recién cumplidos y un anillo en el dedo anular, a golpe de milla en carreteras interminables y tortitas con sirope de arce, estaba liquidando la primera hoja de este pasaporte vital.

De esto hace dos años, por lo que mi teoría del gran viaje por década se mantendría latente hasta 2025, que no es poco. Suponía que podría engañar al cuerpo con una excursión por aquí, una escapada por allí, unos viajes al Mediterráneo y alguna chapuza más. Pero las conversaciones tejidas a golpe de vueltas al mundo y de veranos buceando en otros husos horarios, poco a poco consiguieron que las prioridades fueran cambiando.

Mientras este runrún avanzaba, el mundo se encargaba de dejarme claro que las planificaciones mentales no sirven para nada. Dicho de otra manera, todos nos hacemos cuentas de nuestro tiempo vital y puede que creas estar jugando apaciblemente en el segundo cuarto y la realidad es que estás en la recta final del partido. Suena duro, pero los sueños por realizar no se cumplen solos.

Dicho esto, convenía engranar la directa y emprender otro de esos viajes de más de 10 horas en avión, de meter unas líneas más a Greenwich. Y aunque Japón ganaba enteros, a veces conviene no meter más palos en las ruedas y dejar que todo converja donde tiene que hacerlo: Canadá en este 2017. Así que, aprendamos a remar en lagos, a escapar de los osos, a llevar calcetines reivindicativos y a contar en CAD. Adelantemos unos años el viaje de los 40, no vaya a ser que una crisis existencial me lo quite.

En imagen, el icónico Half Dome de Yosemite. Una de esas imágenes de mi álbum de naturaleza en estado puro que, muy pronto, ampliaré.

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