2016

Rebeca

Publicado el sábado, 24 de septiembre de 2016

Mientras que en la mayor parte del mundo "Rebeca" no deja de ser un nombre de mujer o una genial película de Alfred Hitchcock, en Galicia es mucho más: una amiga inseparable, una fiel consejera y un ser de infinita comprensión.

Pongámonos en antecedentes. Climatológicamente éste ha sido el mejor verano de los que he pasado en Galicia. Una estación que ya ha tocado a su fin estricto, pero que pasará a la historia por concatenar días de playa de una manera prodigiosa. Un par de mañanas de lluvia y tal vez media docena de jornadas nubladas que no son capaces de eclipsar el intenso brillo de Lorenzo. Algo pocas veces visto por estos lares que, alucina vecina, tiene algún que otro efecto colateral.

Sin ir más lejos, el buen tiempo es un pretexto maravilloso para dejar a un lado la práctica deportiva intensa. Ya se sabe: hace calor, los días son largos y no tenemos un hermano triatleta que nos lleve en volandas hasta un lugar seguro en caso de desfallecimiento súbito. Si a eso le sumamos una intensa actividad social a modo de encuentros casuales, casi siempre gastronómicos, pues apaga y vámonos. ¡A dios pongo por testigo que en las próximas semanas volveré a pasar hambre (para eliminar este peaje veraniego)!

Recuperemos el tema inicial, Rebeca. Ni en el mejor de los veranos posible, ni en el punto más álgido del mito de Galifornia, ni en la noche más tropical, un buen gallego debe olvidar a su más fiel amiga: Rebeca. O, mejor, rebeca. Un complemento imprescindible que siempre debe ir contigo si nos visitas en verano porque, querido amigo, por la noche refresca. Y si vienes en otoño, aunque el solete brille en tu cara, no dudes que una corriente de aire perversa te estará esperando agazapada cuando gires la esquina.

En imagen, una cremallera enfila decidida la recta que separa la comodidad térmica y esa sensación de fresquito permanente que puede llegar en cualquiera momento. Y tiene su encanto.

El amor en los tiempos del banco

Publicado el jueves, 8 de septiembre de 2016

El tema de conversación predilecto esta semana en Vigo, con un café o una cerveza delante, es sin duda un vídeo de amor desenfrenado sobre un banco en pleno centro de la ciudad (si me permitís, no voy a contribuir todavía más con su difusión). Un material que es carne de cotilleo y que ha corrido como la pólvora entre los grupos de whatsapp y por las redes sociales. De hecho, sería digno de un estudio sociológico que midiera el enraizamiento social y viguesil de cualquier individuo, según el tiempo que haya tardado en recibirlo.

Los cortometrajes (sí, encima llega con varias entregas ordenadas por temática) y fotografías muestran a una pareja entregada a su causa sobre parte del mobiliario urbano, a plena luz del día y en una concurrida calle de la céntrica zona de O Progreso. Aquí hay quien dice que eran las 8 de la mañana y quien cuenta que era casi mediodía. También hay quien desliza que los tortolitos podrían no estar en plena posesión de sus facultades. Se abre el abanico de las especulaciones de su zona de procedencia y hasta de sus trabajos (cierto es que el chisme se ceba más con ella, como si fuese más cuestionable su actuación que la de él). Incluso más de un incrédulo, entre los que me incluyo, creía que era algo previamente planificado o parte de una campaña de publicidad, pues nunca qué se puede llegar a hacer para atraer un puñado de turistas o promocionar la buena gestión municipal. Ya se sabe, las cosas cuando se hacen virales, se pervierten.

Pero lo cierto es que, en cuestión de horas, media ciudad teníamos el documento gráfico en nuestro móvil y contribuimos a alimentar una bola de nieve con nuestros jocosos comentarios. Un alud en toda regla que se inició con la curiosidad y el morbo de algo conocido y que, cayendo por la ladera, arrastró todo lo que fue encontrando a su paso. Incluso a estos chavales.

Este asunto sirve para traer a colación uno de mis dilemas favoritos, que lo viene siendo desde aquellos tiempos del "Aulari V": el derecho a contar y el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen. Vaya por delante que la intimidad es un concepto relativo a esas horas de la mañana en esa ubicación, pero también es cuestionable el valor informativo de un acto íntimo que no nos es ajeno. Soy un mar de dudas y cambio de parecer cada medio minuto. Tan pronto los condenaría a la horca (poéticamente hablando, claro), como les daría una piruleta y un abrazo. Y eso sin hablar de las penas de prisión, que las dispenso por momentos con la misma facilidad que Chuck Norris reparte leña: para los protagonistas, para el que graba, para la que toma café y hasta para el que puso el banco.

El momento de desenfreno es inapropiado por el sitio y el momento, es cierto. Horca. Pero también es cierto que no merecen un linchamiento de este calibre por un simple desliz. Piruleta. Se ha perdido el decoro. ¡Horca! Se ha perdido el derecho a la intimidad. ¡Piruleta! En ese banquito me he sentado yo, seguro. ¡¡Horca!! No hacen nada malo, es culpa de esta sociedad que tiene un tabú con el sexo. ¡¡Piruleta!! Voy a ser más demagogo: podrían haber pasado niños. ¡¡¡Horca!!! A veces las hormonas son así y, qué narices, parecen disfrutar, es sólo envidia. ¡¡¡Piruleta!!! Y así hasta la extenuación.

Poco se puede hacer para remediar el asunto, salvo dejar pasar el tiempo. En unos días el foco mediático y chismoso se ubicará en cualquier otro asunto y quedará en una graciosa anécdota. Confío en que sean capaces de aguantar el chaparrón, que ya hay que estar centrados o contar con buena gente cerca para hacerlo.

En imagen, un banco mucho más atractivo que tenemos en Redondela, desde el que admirar la belleza de la ría de Vigo. Por inaccesible y majestuoso, tal vez más apropiado para estos menesteres.

Combustible para incendios

Publicado el domingo, 21 de agosto de 2016

Me aterran el olor a quemado por la mañana, la lluvia congelada de ceniza y las nubes teñidas de sangre. No soporto los días amarillos, las noches naranjas y los bosques moteados de rojo. No entiendo cómo es posible que, cada año por estas fechas, Galicia acabe robando minutos en los telediarios a base de hectáreas calcinadas.


Una lluviosa primavera, un seco verano y un viento fuerte del nordés son los pretextos meteorológicos que catapultan el resto de complejas cuestiones humanas que escoden los fuegos. Como en aquel verano de 2006, los días de rabia e impotencia se mezclan con la épica de los equipos de extinción y la miseria de los afectados.


Cada vez que intento acercarme a las causas que hay detrás de los incendios en Galicia, me encuentro con personas que me cuentan cosas nuevas. Causas complejas que van mucho más allá del manido "cuestiones urbanísticas y económicas". Una explicación que, reconozco, traía de casa y que, con el paso del tiempo, he descubierto que es bastante simplista y que casi nunca responde a la realidad. 

Hace unos días coincidía con una de las personas que más sabe sobre protección de espacios naturales en Pontevedra y A Coruña y decía, sin titubear, que "la mayor parte de los incendios de Galicia son causados por desequilibrados". A mi cara de sorpresa respondió con un inquietante "nunca sabes qué está dispuesta a hacer la gente por vengarse". Le faltó ensombrecer su voz y golpear las yemas de sus dedos para añadir dramatismo a la escena.

En Galicia subsiste un sistema minifundista de urbanismo que trocea las parcelas hasta límites ridículamente insospechados. Algo propio de las aldeas, pero que sigue teniendo un inesperado protagonismo en Vigo, la principal ciudad de Galicia por población. Según este patrón, las tierras se dividen y dividen y dividen entre los hijos en los sucesivos procesos de herencias, acabando con montes y valles troceados en porciones de risa. No es extraño escuchar en boca del más urbanita que tiene "unhas terras na aldea" o "unhas leiras en [provincia de turno]".

De estas divisiones surgen rencillas entre hermanos, primos y todo tipo de parentescos familiares y no familiares imaginables que sólo pueden ir a peor. Y que, simplificando un poco el proceso y en caso afortunadamente puntuales, culminan con el desequilibrado-incendiario prendiendo fuego a los eucaliptos que lindan con el terreno del odiado de turno. Lo más preocupante es que no hace falta mucho para perpetrar un incendio en forma de venganza: unas velas aromáticas y unos mecheros (si aparece serigrafiado un "I love Galicia", mejor). Del resto ya se encarga el gran drama que subyace en Galicia y que no parece preocupar a nadie: la despoblación y la desruralización.

Está claro que el abandono de las aldeas y de su economía y el crecimiento vegetativo negativo son el tema central de este y otros problemas gallegos, especialmente recurrente fuera de la fachada atlántica. Y no hay inversión en prevención de incendios que lo mitigue: lo que hace más de medio siglo eran pastos que servían de alimento a los animales, hoy son monte bajo descontrolado o bosques de eucalipto. Antes eran el sustento de la economía, hoy son una fuente de problemas, cuyo mantenimiento regular supone un gasto no siempre amortizable con la venta de madera.

Si a todo este guiso social y meteorológico le sumamos unos ingredientes ejecutivos, tenemos un plato de estrella Michelín. Y es que no debemos olvidar que éste es el primer verano con una ley de montes que abre las puertas a urbanizar con mayor agilidad terrenos calcinados. Y, particularmente en Galicia, se puede decir que la campaña de prevención de incendios y lucha contra el fuego ha sido un desastre anunciado, con retrasos, reducción de medios y recortes de plantilla. Visto esto, no sé si habrá sido demasiado benévola esta campaña de incendios.

En imagen, uno de los incendios que acechaba Vigo la semana pasada, en el municipio de Soutomaior, 20 kilómetros al fondo de la ría. En cuestión de horas, cubrió toda la ciudad con una lúgubre boina negra y amarilla.

El paradigma

Publicado el domingo, 21 de febrero de 2016

Si esta entrada fuera una película de sobremesa de fin de semana de Antena 3 llevaría un pomposo aviso: “inspirada en hechos reales”. Pero por no reconocer la sequía creativa que padece este blog, diremos que todo lo que voy a contar se nutre de mi imaginación y no de esas intensas conversaciones que la vida siempre te depara.

Sin saber muy bien cómo o por qué, toda nuestra vida nos sentimos empujados hacia un sitio u otro. Como si fuera una pasarela mecánica de un aeropuerto, nos movemos a velocidad crucero hacia una puerta de embarque nunca cuestionada. Un vistazo no muy preciso hará que se mida nuestra rebeldía según cómo sepamos conjugar el influjo de estas fuerzas ocultas. Inevitablemente caemos en algo llamado “paradigma social”, mi nuevo término preferido y que no tengo muy claro si algún sociólogo ha definido alguna vez.

Encuentras una persona, inicias una relación, pruebas con la convivencia, compartes alegrías y miserias y formalizas legalmente lo que ya tiene toda la legitimidad del mundo. Ahora, querido lector, sigue tú con el ejercicio de enumeración y completa la serie. ¿Qué se te ocurre? ¿Disfrutar de tu pareja, dar la vuelta al mundo en piragua, aprender cantonés o tener un niño? Correcto, el paradigma social te dice que tienes que perpetuar la especie con la máxima urgencia, no vaya a ser que el remplazo generacional y la estafa piramidal de las pensiones se vayan al garete.

Y así, como quien no quiere la cosa, pasas de organizar un viaje de novios por los parques nacionales de Utah a dirimir si quieres un carrito de bebé con tres o cuatro ruedas. ¿Y si las circunstancias no me dejan ser padre ahora? ¿Y si no puedo ser padre ahora? ¿Y si no quiero ser padre ahora? El paradigma social tiene la respuesta: sí, sí y sí, que tus padres ya estuvieron en esta situación hace tres décadas.

Pero no centremos en la paternidad el discurso del “paradigma social”, llevémoslo al trabajo. Con la que está cayendo, nos han inculcado que tener un sueldo es un privilegio y todo lo demás da un poco igual: ya te pueden meter alfileres debajo de las uñas que, estoicamente, debes aguantar. Pues a veces hay quien decide bajarse de la atracción de feria porque no cumple sus expectativas o porque directamente tiene otras inquietudes. ¡Cuántas veces nos hemos insistido en vano en que “trabajamos para vivir” y no al revés!

Pues ahí está otra vez la presión cuando das un paso al frente y el resto del mundo lo percibe como un salto al vacío. ¿Qué pasaría si pudieses hacer eso sin que la gente piense que se te ha ido la pinza? O, mejor, sin que tenga la certeza de que el Tío Gilito y tú compartís cámara de caudales.

Seguramente seré yo, que siempre he sido muy liberal, bastante integrador, un poco místico y de replantear todo lo que habitualmente se acepta sin cuestionar. Un sinsentido de manual. De hecho, a modo de conclusión, ahora mismo me planteo si pedalear a rebufo del “paradigma social” no deja de ser también una elección igualmente revolucionaria y totalmente meditada. En cuyo caso, niego la mayor y dejo una gran cuestión en el aire: los carritos de bebé, ¿de tres o cuatro ruedas?

En imagen, una de esas fotografías que tomas porque te hacen gracia y que más tarde se convierten en insustituibles.

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