Combustible para incendios

Publicado el domingo, 21 de agosto de 2016

Me aterran el olor a quemado por la mañana, la lluvia congelada de ceniza y las nubes teñidas de sangre. No soporto los días amarillos, las noches naranjas y los bosques moteados de rojo. No entiendo cómo es posible que, cada año por estas fechas, Galicia acabe robando minutos en los telediarios a base de hectáreas calcinadas.


Una lluviosa primavera, un seco verano y un viento fuerte del nordés son los pretextos meteorológicos que catapultan el resto de complejas cuestiones humanas que escoden los fuegos. Como en aquel verano de 2006, los días de rabia e impotencia se mezclan con la épica de los equipos de extinción y la miseria de los afectados.


Cada vez que intento acercarme a las causas que hay detrás de los incendios en Galicia, me encuentro con personas que me cuentan cosas nuevas. Causas complejas que van mucho más allá del manido "cuestiones urbanísticas y económicas". Una explicación que, reconozco, traía de casa y que, con el paso del tiempo, he descubierto que es bastante simplista y que casi nunca responde a la realidad. 

Hace unos días coincidía con una de las personas que más sabe sobre protección de espacios naturales en Pontevedra y A Coruña y decía, sin titubear, que "la mayor parte de los incendios de Galicia son causados por desequilibrados". A mi cara de sorpresa respondió con un inquietante "nunca sabes qué está dispuesta a hacer la gente por vengarse". Le faltó ensombrecer su voz y golpear las yemas de sus dedos para añadir dramatismo a la escena.

En Galicia subsiste un sistema minifundista de urbanismo que trocea las parcelas hasta límites ridículamente insospechados. Algo propio de las aldeas, pero que sigue teniendo un inesperado protagonismo en Vigo, la principal ciudad de Galicia por población. Según este patrón, las tierras se dividen y dividen y dividen entre los hijos en los sucesivos procesos de herencias, acabando con montes y valles troceados en porciones de risa. No es extraño escuchar en boca del más urbanita que tiene "unhas terras na aldea" o "unhas leiras en [provincia de turno]".

De estas divisiones surgen rencillas entre hermanos, primos y todo tipo de parentescos familiares y no familiares imaginables que sólo pueden ir a peor. Y que, simplificando un poco el proceso y en caso afortunadamente puntuales, culminan con el desequilibrado-incendiario prendiendo fuego a los eucaliptos que lindan con el terreno del odiado de turno. Lo más preocupante es que no hace falta mucho para perpetrar un incendio en forma de venganza: unas velas aromáticas y unos mecheros (si aparece serigrafiado un "I love Galicia", mejor). Del resto ya se encarga el gran drama que subyace en Galicia y que no parece preocupar a nadie: la despoblación y la desruralización.

Está claro que el abandono de las aldeas y de su economía y el crecimiento vegetativo negativo son el tema central de este y otros problemas gallegos, especialmente recurrente fuera de la fachada atlántica. Y no hay inversión en prevención de incendios que lo mitigue: lo que hace más de medio siglo eran pastos que servían de alimento a los animales, hoy son monte bajo descontrolado o bosques de eucalipto. Antes eran el sustento de la economía, hoy son una fuente de problemas, cuyo mantenimiento regular supone un gasto no siempre amortizable con la venta de madera.

Si a todo este guiso social y meteorológico le sumamos unos ingredientes ejecutivos, tenemos un plato de estrella Michelín. Y es que no debemos olvidar que éste es el primer verano con una ley de montes que abre las puertas a urbanizar con mayor agilidad terrenos calcinados. Y, particularmente en Galicia, se puede decir que la campaña de prevención de incendios y lucha contra el fuego ha sido un desastre anunciado, con retrasos, reducción de medios y recortes de plantilla. Visto esto, no sé si habrá sido demasiado benévola esta campaña de incendios.

En imagen, uno de los incendios que acechaba Vigo la semana pasada, en el municipio de Soutomaior, 20 kilómetros al fondo de la ría. En cuestión de horas, cubrió toda la ciudad con una lúgubre boina negra y amarilla.

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