Ese 2018 regulero

Publicado el lunes, 31 de diciembre de 2018


El día que te dicen que tienes un tumor, la vida te pega una bofetada con la mano abierta. Con toda la claridad posible escuchas cómo se ríe a carcajadas de tus sueños, de tus viajes por hacer y hasta de todas esas minucias que conviertes en los castillos de arena de tu infelicidad cotidiana. De repente, lo único que tenías claro, que ibas a vivir unas cuantas décadas, deja de ser una certeza. Y ahí, sólo ahí, me permití que el cáncer tuviera las de ganar.

De esto hace ya unos seis meses y la historia sigue dejando sin palabras a todos aquellos que la escuchan por primera vez. Cuando tomo aire para contarla a alguien que no se la espera, parece como si repitiera la bofetada a mano abierta que recibí cuando empezaba el verano. La enfermedad, en toda su amplitud, diversidad y crueldad, es cada vez menos tabú, pero cuesta hablar de ella. Y aunque el cáncer es vida, también es muerte.

Me gusta pensar que todo este proceso me ha hecho mejor persona o, al menos, más consciente de lo efímeros que somos. Pero eso es imposible, biológicamente imposible. Una vez leí que tendemos a olvidar las cosas importantes para sumirnos en la rutina. Es lo único que nos mantiene alejados de nuestra fecha de caducidad. Me pondría prosaico y diría que recorremos una senda que se desliza muchas veces hacia la vaguada de la incertidumbre como un torrente implacable que te arrastra sin importarle los hechos más probados. Pero no. El cáncer, como cualquier otra enfermedad, no deja de ser una estadística que te ha salido al revés. Es la única manera de explicar una proporción de uno contra 50.000.

El capítulo de agradecimientos es casi imposible de completar sin olvidar a alguien. Empezando por los médicos y continuando por todos aquellos amigos y familia que habéis estado físicamente o no aquí. Los que habéis arrojado luz y los que habéis sido consuelo. Los que habéis hecho kilómetros para compartir una comida o los que habéis descolgado el teléfono con un puño en el estómago. Un cariño cuyo máximo exponente ha sido mi mujer, quien siempre ha recibido las bofetadas a mi lado, quien me ha visto vomitar la vida con la quimio y quien ha tenido que cargar con las incertidumbres compartidas hasta el infinito y puede que más allá. Sin darnos cuenta, eso es ya capaz de sobrevivirnos.

El tumor acabó hecho rebanadas entre dos cristales, para posteriormente irse a la basura tras un análisis patológico. El tratamiento ya está completado desde hace tres meses y ahora estoy completamente recuperado. Empieza la fase en la que vives como si todo esto no hubiese pasado, salvo cuando se acerca la fecha de las revisiones rutinarias. Ya llevo un par y es inevitable preguntarse si volverá. Arranca el proceso de seguimiento y vuelvo al bombo de la estadística.

Y mientras tanto, se agotan los últimos compases de un 2018, a todas luces, regulero. Un año en el que hemos luchado contra todo y al que queremos sobrevivir. Un año en el que hemos perdido familia que llevaba ahí desde siempre y que creíamos inmortal, aunque algún que otro sobrino hemos ganado. Un año en el que una que yo me sé y yo hicimos mal la carta a los reyes y nos dejaron carbón en el calcetín de la salud y, sin embargo, ¡nos lo comimos con nuestros compañeros de mesa! Un año en el que el amor resulta que se acabó para algunos, pero sobrevive lo más bonito que nunca harán (¡y por ella merece la pena luchar!). Un año en el que, a pesar de todo, hemos vivido. Y por eso es el mejor.

En imagen, un camino se abre en un parque de Tokio, en una mañana soleada y casi asfixiante de agosto. Porque sí, 2018 también tuvo alguna que otra cosa buena que recordar.

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